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La Hora del Entusiasmo: Los Museos Españoles en las últimas décadas del siglo XX

Maria Bolaños (Universidade de Valladolid, Espanha) - (Publicado em fevereiro de 2005)

Desde comienzos de la década de los setenta, la sociedad española, haciendo caso omiso de los obstáculos con que la Dictadura, ya moribunda, frenaba la apetencia de libertad cada vez más extendida y firme, venía preparando el camino de la gran transformación cultural que se avecinaba, practicando nuevos hábitos, y consolidando nuevas exigencias. Aunque con lentitud y más amortiguadas, las ideas que circulan por la comunidad artística internacional, los debates teóricos sobre el arte y sobre la función de los museos penetran en los sectores culturales españoles mejor informados. Hechos tales como la difusión del arte por los medios de comunicación —con secciones semanales en los periódicos, revistas especializadas o programas de televisión—, la puesta en marcha de editoriales sobre temas artísticos (Alianza Forma, Gustavo Gili o La balsa de la Medusa), la difusión de cuidadas revistas culturales, de precaria supervivencia ( Triunfo, El viejo topo, Poesía, Lápiz o El paseante), la emergencia de una nueva generación de artistas españoles de calidad sobresaliente, o el afán por viajar al extranjero, convertido muy pronto en un hábito regular de las clases medias profesionales y urbanas, esos hechos, digo, habían venido a elevar considerablemente el nivel de las aspiraciones culturales de la sociedad española, que fue adquiriendo un pulso normal, más o menos acorde con el europeo, como se manifestaba, entre otras nuevas costumbres, en la regularidad y en la avidez con la que el público llenaba las salas  de exposiciones, de galerías y de museos.

Y aunque, en los años inmediatos a la muerte del general Franco, en 1975, se constató el verdadero alcance de la autarquía cultural en que el franquismo había sumergido al país y el retraso en el ámbito del pensamiento, la ciencia y el arte, que se evidenciaban ahora en toda su humillante realidad, sin embargo, el deseo de compensar cuanto antes el terreno perdido y de recobrar la normalidad y el acompasamiento con el resto de Europa, mantuvo al país inmerso en el proceso mismo y en la puesta en pie desde sus cimientos de un nuevo orden cultural, emprendido, a pesar de las muchas limitaciones, con generosidad, entusiasmo y espíritu innovador. Basta recordar, para resumir el ambiente que reinaba en esos momentos, con qué expectación se siguieron las negociaciones para traer desde el Moma el cuadro más importante del siglo, el Guernica de Picasso, un hecho de gran alcance simbólico, que representaba para los españoles de entonces el fin definitivo de la guerra y la definitiva reconciliación.

Así pues, podría decirse que los últimos treinta años de la historia española de los museos, entre 1975 y 2005, debe encuadrarse en dos hechos generales que definen el marco general de su evolución: en primer lugar, su coincidencia con el proceso de liquidación de las estructuras políticas y culturales de la dictadura y la implantación de un régimen democrático desde 1975. En segundo lugar, el auge espectacular de las artes y, por extensión, de los museos, que van a desempeñar en lo sucesivo un papel sin precedentes en la historia cultural española.

 

1. En lo relativo a los fundamentos de un nuevo régimen político, será la Constitución la que permita una gran transformación de las anquilosadas y mortecinas instituciones culturales españolas, pues concede una atención superior a la salvaguarda de la cultura, al legitimar grandes responsabilidades del Estado en esta materia, lo que alinea a España en una tradición intervencionista, en la línea de Francia, Italia, Portugal o Bélgica, que asume, en todos los niveles de la administración estatal, amplias obligaciones en la adopción de iniciativas públicas.

Además, otorga a la cultura una autonomía frente al terreno de la educación, tal como se había planteado ya en los años cincuenta en las restantes democracias europeas,  y como un instrumento compensatorio de las desigualdades educativas y sociales. Conscientes de la conveniencia de diferenciar entre el sistema educativo, que se democratiza e universaliza para toda la población en edad escolar, y el más amplio y complejo fenómeno de la cultura, la democracia española «desescolariza» la cultura, como algo distinto del complemento pedagógico que era característico antes de la guerra.

El papel del Estado en la vida cultural se articula sobre unos principios básicos: la defensa de derechos culturales fundamentales — libertad de expresión, de información, de creación artística— sobre la base de la neutralidad del Estado, el derecho de acceso a la cultura y, por último, la instauración de un ordenamiento jurídico y político descentralizado, donde los distintos niveles administrativos encuentran una esfera específica de actuación territorial. Este último aspecto no representa sólo una novedad organizativa, sino también de principio, pues trata de crear un equilibrio político que vertebre definitivamente las nacionalidades, constituyendo uno de los principales logros del Estado democrático y, en el contexto de la época, una decisión de gran audacia, habida cuenta de las tensiones que el problema regional había creado en la reciente historia española. En este ámbito de la cultura patrimonial, la Constitución fija un régimen de competencias convergentes —no exento de mecanismos confusos, fruto de la estrategia de consenso sobre la que avanzó el proceso constitucional—, por el cual los gobiernos regionales asumen poderes en aquellos museos (junto con bibliotecas y conservatorios de música) que sean de interés para la comunidad autónoma correspondiente, con lo que se va introduciendo la reclamada descentralización; mientras que, en atención a los intereses generales, reserva como competencia exclusiva del Estado la defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español, así como de los museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de que su gestión pueda recaer en las administraciones autónomas.

El proceso de creciente descentralización cultural se completará, años después, al extenderse a los niveles inferiores a la regionalidad, otorgando competencias a las administraciones locales en materia de patrimonio, actividades e instalaciones culturales y ocupación del tiempo libre, incluida la obligatoriedad de crear una red municipal de bibliotecas públicas. Este paso legal refrenda un proceso iniciado en 1979 (en que las primeras elecciones democráticas otorgan el poder municipal abrumadoramente a los partidos socialistas y comunistas), por el cual los Ayuntamientos se habían convertido en centros de poder menor, pero de enorme dinamismo y con una muy notable flexibilidad para responder a las demandas sociales en el ámbito de la cultura. Aunque su tarea se caracterizó por el espontaneísmo militante, la amalgama populista entre el ocio y la cultura, una fuerte politización y la inexperiencia profesional, rasgos todos ellos muy propios del ambiente de entusiasmo festivo de la transición, este nivel local de la cultura se irá decantando en los años siguientes hacia un trabajo progresivamente más riguroso y menos bullanguero, más acorde con el nuevo contexto europeo donde las ciudades alcanzan un papel muy relevante como escenarios culturales idóneos en el horizonte del fin de siglo.

Pero el primer gran ordenamiento jurídico sobre el patrimonio no va a producirse hasta varios años más tarde, en 1985, fecha en la que siendo Ministro de Cultura el socialista Javier Solana, se promulga la ley de Patrimonio Histórico Español que trataba de poner fin a la legislación existente en este ámbito, muy fragmentada, incoherente y dispersa, en la que se venían superponiendo normativas parciales, en ocasiones incompatibles unas con otras, de manera que ocasionaban constantes litigios y prácticas farragosas.

El nuevo texto legal afirma consagrar un nuevo concepto de museo, en función de su servicio a la sociedad y de la incorporación de los principios museológicos asumidos internacionalmente; con ello, viene a cubrir grandes lagunas, en especial en lo referido a bienes muebles, que derivan de la ampliación creciente del concepto mismo de patrimonio, y a facilitar la adaptación a la legislación internacional, muy abundante desde los años setenta, dando primacía no sólo a la tutela sobre el patrimonio cultural nacional sino sobre todo a su naturaleza colectiva, a la función social que estos bienes culturales están llamados a desempeñar, al derecho inalienable a su acceso y a los incentivos que merece su conservación.

Para ello incorpora un nuevo concepto, el de Bien de interés cultural, que incluye todas las áreas de la cultura no sólo las tradicionales, arqueología, historia o arte, sino las de valor etnográfico, científico y técnico, y que es aplicable a aquellos posesiones que, con independencia de su propietario, habrán de estar sujetas a la protección estatal, en razón de su utilidad social y su disfrute público. Por último, la aportación de la ley se sustancia en otros dos aspectos innovadores, como son la propuesta de medidas fiscales que estimulen el coleccionismo y la salvaguarda patrimonial, y el establecimiento de un canon obligatorio de un 1% que se aplicará a proyectos culturales y que será detraído de todo presupuesto de obras públicas de la administración del Estado que exceda los cien millones (norma, por cierto, que se revelará, en la práctica, con numerosas vías de escape).

Todo este proceso de transición a un estado democrático se caracterizó, en líneas generales, por la falta de dramatismo, la moderación y la normalidad con que se produjo. Los años inmediatos a 1975 se vivieron con un considerable entusiasmo y buena fe, en los que la explosión de las actividades culturales, la resonancia de los fenómenos artísticos, el impulso acordado por las instancias oficiales eran datos nuevos y muy elocuentes. A ello hay que contraponer matices menos halagüeños, como la ausencia de una tradición perdida, la inexperiencia de profesionales y de técnicos, la falta de redes sociales estructuradas y exigentes, la desvertebración de las iniciativas públicas y una notable tendencia a los esquematismos culturales, no exentos de demagogia.

Una vez cumplido el periodo de institucionalización legal, y desde la década de los 80, la normalización de la cultura permitió dejar atrás la entusiasta ingenuidad de la transición, e ingresar en una nueva etapa, más madura, pero muy compleja en la que se mezclan elementos muy distintos: la euforia de una buena coyuntura económica, la alineación con el resto de los países europeos y la consiguiente internacionalización de la cultura, la ilusión de una modernidad urbana y un auge espectacular de las artes nunca antes conocido.

 

 

2. En el campo de las realizaciones, la política museística se centró en un plan de renovación y modernización muy intensivo. Se orientó básicamente a la mejora de los servicios existentes, a la creación de infraestructuras, a la dotación de personal y a la acción educativa. Esos campos de actuación, sin embargo, se han cubierto de manera desigual, otorgándose una atención preferente a las dos primeras, con ritmos de inversión creciente y siendo más parca en lo tocante a los recursos humanos y a la labor de difusión, cuestiones ambas que exigen, además de inversiones, un nivel de formación de profesionales que, en el caso español, se manifiesta muy deficiente.

En los años ochenta se acomete un plan de renovación de museos, bajo los siguientes criterios: restauración de inmuebles históricos o actuaciones arquitectónicas parciales, dotación de recursos para una conservación exigente de las colecciones albergadas, mejoras de las instalaciones expositivas, mediante la creación de programas gráficos, de señalización e identidad corporativa. Era en el ámbito edificatorio y constructivo donde la necesidad era más urgente y donde los resultados han sido más palpables, dado que la mayoría de los museos, se encontraban en vetustos edificios, con una antigüedad superior a los cien años y en estados de conservación muy diversos, aunque la mayoría de ellos sobreviviendo en condiciones lamentables, de modo que la mayor parte apenas contaba con los servicios adecuados que requiere su funcionamiento. De ahí que el mayor porcentaje de las inversiones se haya destinado a potenciar la deficiente estructura de la red nacional, desarrollando con preferencia programas de rehabilitación y ampliación de los edificios.

 

3. Otro de los cambios espectaculares que se verificó desde los primeros momentos de la transición fue la programación regular de exposiciones, sobre todo de arte moderno, y la integración de las grandes capitales españolas en los circuitos internacionales de las grandes muestras. Hasta ese momento, la difusión del arte contemporáneo había sido protagonizada por arriesgados galeristas o entidades privadas, entre las que destacan, en los primeros años, la madrileña Fundación Juan March, que desde 1974 había desarrollado una tarea impagable desde su sala de la calle Castelló. O en Barcelona, desde 1975, la Fundación Joan Miró. Algo después, se incorporará la Fundación La Caixa; en ambas ciudades, la audacia de cuyos aciertos, tanto en la política de exposiciones como en su colección internacional de arte contemporáneo —que abarcan desde Duchamp hasta Beuys, sin olvidar la promoción de los jóvenes artistas españoles—, supera en belleza, calidad y coherencia a muchas instituciones públicas españolas. Ellos, poco a poco, habían logrado que el arte, restringido al principio a una minoría muy escasa, a un círculo de entendidos y profesionales, fuese interesando a amplias capas de la sociedad, sobre todo a los sectores más jóvenes.

Muy pronto este trabajo pionero empieza a dar frutos y a encontrar un entusiasta eco oficial. Escasamente planificado y estable, más coherente y audaz en los años siguientes, desde finales de los setenta, el Ministerio de Cultura, a través de sus salas públicas —los Palacios de Cristal y de Velázquez en el Retiro, las salas Picasso en los bajos de la Biblioteca Nacional, el MEAC, y entre 1984 y 1987, el Palacio de Villahermosa— pone en marcha un ambicioso plan de exposiciones, con una excelente acogida del público, que acudió a ellas masivamente. Ese programa, ha permitido ir recuperando grandes figuras históricas arrinconadas y preteridas, con exposiciones antológicas, dedicadas a Picasso, Caneja, Maruja Mallo o Ferrant. Bajo la dirección de Carmen Giménez, al frente del Centro Nacional de Exposiciones entre 1983-1989, la política de exposiciones temporales adquirirá un nivel de calidad y coherencia que fueron vitales para familiarizar al público con los nuevos lenguajes artísticos y  para normalizar la vida artística española.

 

4. Esta política de normalización y modernización se completó con algunas iniciativas singulares. La más espectacular de las operaciones estatales se produjo en 1988, al convertir a Madrid en sede temporal de una de las colecciones privadas más importantes del mundo, la Thyssen-Bornemisza, ubicada en el Palacio de Villahermosa, junto al Prado. Con esta compra, que levantó una polvareda de polémicas, las colecciones estatales de pintura experimentaban un incremento inesperado y muy oportuno, pues sus fondos clásicos compensaban las ausencias de arte renacentista alemán y holandés del Museo del Prado, mientras la colección moderna llenaba las lagunas existentes en el Centro de Arte Reina Sofía, con su riqueza en obras pertenecientes al impresionismo, el expresionismo alemán o las vanguardias rusas, además de algunos ejemplares del arte posterior a la segunda guerra mundial.

 

5. Todo este fenómeno tuvo también sus efectos en el mercado del arte, un sector raquítico hasta los años ochenta, en que las predilecciones de los coleccionistas, faltos de información y desconectados del mercado internacional, se habían dirigido con preferencia a la pintura autóctona de corte tradicional, cuando no a un arte abiertamente mediocre. Eran escasos los galeristas que hacían en los años setenta una labor de difusión meritoria, a no ser Theo, Juana Mordó o Kreisler, en Madrid, la sala Gaspar, René Metras o la sucursal de la prestigiosa Maeght, en Barcelona, o algún excepcional caso provinciano, como La Pasarela, en Sevilla, o Antonio Machón, en Valladolid.

Pero la modernización artística, amén de un crecimiento espectacular de la nómina de artistas plásticos, que en 1988, se cifraba en torno a los treinta mil, trajo consigo un aumento del círculo de compradores, marchantes y galeristas (por ejemplo, Vijande, Marlborough, Soledad Lorenzo, Juana de Aizpuru o la desaparecida Weber, Alexander y Cobo, éstas en Madrid; o Joan Prats, Metrònom o Carles Taché, en Barcelona) y, en consecuencia, un coleccionismo más culto, estimulado por un mejor conocimiento del arte, que si bien no era comparable al alemán o al italiano y menos al japonés o estadounidense, se insertaba, en su cúpula, en el tráfico internacional del arte. La euforia económica de los años ochenta permitió a este emergente coleccionismo, no sólo de arte contemporáneo, hacia el que se orienta preferentemente, sino también de pintura tradicional, y donde destacan figuras los Arango, los Masaveu, los Abelló, repatriar en los últimos años piezas históricas perdidas por el mundo —recuérdese que Gaya Nuño había cifrado en más de tres mil las obras expoliadas, y que a tenor de posteriores prospecciones la cifra parece muy superior—, a través de compras realizadas directamente o en subastas como las organizadas por Edmund E. Peel, delegado de Sotheby’s en España. En un creciente protagonismo del sector privado en el mundo de las exposiciones y la divulgación cultural, el coleccionismo encontró un eco en las grandes empresas e instituciones bancarias, que forman sus pequeños museos particulares, expuestos en muestras itinerantes o en exposiciones sectoriales y entre las que destacan las de Telefónica, Argentaria, el Banco Central Hispano, el Banco Bilbao-Vizcaya o el Instituto de Crédito Oficial.

La creación en 1982 de ARCO, primera feria internacional de arte contemporáneo en España, impulsado por otra gran pionera, la galerista Juana de Aizpuru, va a ser una pieza nuclear en la vertebración del mercado estatal y en la promoción de los artistas españoles, así como en el conocimiento de las últimas corrientes, como la transvanguardia italiana, el neoexpresionismo alemán o el neo-conceptualismo, y cuyo éxito como cita cultural es un dato más a favor del interés masivo por el arte. La feria, de difíciles comienzos, ha favorecido la comercialización y el aumento del volumen de negocios, más aún en torno a 1985, en que, al amparo de la favorable coyuntura económica, se produce una euforia compradora que alcanza su clímax a finales de la década, y que hizo incrementarse de modo espectacular los precios y las inversiones en obras de arte, permitiendo una mayor profesionalización del artista y generándose un sector coleccionista variado, que abarcaba desde el modesto aficionado, interesado puramente en el aspecto artístico de su adquisición, el gran inversor que colecciona con fines lucrativos o el muy poderoso constituido por las administraciones públicas, que compran para los museos. No obstante esta alegría será pronto desplazada por el decaimiento mercantil que se aprecia en los noventa, que pone de relieve la artificialidad del proceso anterior y que, tras una crisis, devolverá la situación a sus cauces normales, más acordes con la realidad nacional.

 

6. En el campo de las especialidades museísticas, uno de los hechos más llamativos ha sido el impulso de los museos científicos y técnicos, que tras un brillante comienzo en pleno fervor ilustrado, en el siglo XVIII, habían padecido en España un secular abandono durante más de siglo y medio, sin apenas actividad.

La especial fascinación por el mundo de la ciencia que las sociedades tardoindustriales ha venido estimulado por la creciente permeabilidad de los fenómenos técnicos y científicos, y por la atención sobre problemas tan diversos como la vida en otros planetas, la dimensión moral de los avances genéticos, la inteligencia artificial, los recursos energéticos o el deterioro de la naturaleza y el medio ambiente. Hasta tal punto se ha extendido esta curiosidad que la divulgación científica se ha convertido en un fenómeno más de la cultura de masas, (como lo prueba la popularidad de ciertos productos pseudocientíficos, sean películas sobre dinosaurios, documentales al estilo de los del comandante Cousteau, o millonarios best-seller, como El péndulo de Foucault, de U. Eco).

Es en este contexto hay que destacar el gran éxito de los museos tecno-científicos y su capacidad de captación de público, e incluso de ese sector refractario al museo que los sociólogos llaman «no-público», verdaderamente imprevista. Grandes experiencias como el veterano español Museo de la Ciencia de Barcelona, uno de los museos españoles más visitados, dan fe de este curioso fenómeno en el que la palabra «museo» no posee ya el sentido que la tradición le asignaba.

Su conceptualización es ajena al modelo vigente en los restantes museos, basado en la idea nuclear de conservación, esto es, del museo entendido como sede de una colección de productos y objetos originales, que en este caso es sustituida por el espectáculo de los medios audiovisuales y por estrategias de simulación en módulos diseñados para facilitar la comprensión de principios y comportamientos científicos; de modo que, en una operación redundante y narcisista, la ciencia se pone al servicio del conocimiento de la ciencia, o, dicho más sencillamente, el museo es un gran artefacto que contiene a su vez artefactos más pequeños. Su fin es salvar la dificultad que entraña explicar procesos científicos tan distintos como el giro de la tierra, la propagación del sonido, un microordenador o la percepción sensorial. La concepción de todos estos museos de nueva planta terminará condicionada por la idea de interactividad, en la que el visitante no es un espectador pasivo, sino que participa en la experiencia e, incluso, la crea por sí mismo, mediante imaginativas fórmulas de simulación del hecho científico.

En cierto modo, el éxito de este nuevo prototipo museal parece responder a esa corriente profunda que domina la cultura de las décadas finiseculares a la que algunos han reputado de posmoderna. Pues, ¿dónde mejor que en una de esas salas interactivas se pueden afirmar hechos tan «fin de siglo» como el valor de la experiencia, tanto más intensa cuanto más epidérmica, la mediación ilusoria de lo tecnológico, la infantilización del placer, la mezcla de alto saber y diversión, el desplazamiento del interés por el objeto en sí hacia el efecto  que produce sobre el visitante, la anulación histórica de los saberes, el espectador-convertido-en-percepción-pura? Es, ante todo, la componente pragmática, lúdica, mediática e híbrida de esta forma de aproximación al conocimiento lo que explica tan favorable recepción por sectores sociales muy variados, más extensos cuanto más disneyficadas resulten sus formas de exposición.

En España, al igual que en Europa, esta fórmula está adquiriendo un auge creciente. Son centros de distinta índole que van desde el ya clásico planetario, como el de Castellón o el de Pamplona, a grandes parques científicos, pasando por centros de escala inferior, aunque siempre de tamaño descomunal, para albergar los grandes aparatos y recibir las masivas visitas de escolares, lo que exige articular grandes espacios de circulación y salas de gran tamaño. Otras fundaciones son la Casa de las Ciencias (1985), en La Coruña, comprometida en promover la necesaria solidaridad entre ciencia y humanismo, y su más reciente extensión, Domus, encargada al arquitecto Isozaki; o la controvertida Ciudad de la Ciencia y de la Tecnología, de Valencia, a las que hay que añadir el Museo de la Ciencia recién inaugurado en Barcelona, que hereda la institución de La Caixa, y cuya espectacularidad tecnológica y empeño educativo le colocan, una vez más, en primera fila.

 

7. Otro campo de expansión ha sido el de los museos y centros de arte contemporáneo. La primera gran iniciativa de esa serie la va a constituir el más ambicioso de los proyectos: en 1980, se toma definitivamente la decisión, aplazada tantas veces, de dotar a la cultura española de un gran centro de arte contemporáneo, a cuyo fin se acuerda rehabilitar el Hospital General de Hombres, siguiendo una preferencia muy extendida por la reutilización de inmuebles históricos. Cuando se aborda el proyecto madrileño, uno de los aspectos ya consolidados por la nueva museología era el desarrollo de un nuevo discurso sobre la arquitectura de museos. El Centro de Arte Reina Sofía, dedicada al conocimiento y la difusión del arte moderno, enfocada como servicio público, que, considerando las últimas corrientes de la museología y la experiencia acumulada en otros museos del mundo, asumiera una función activa en el desarrollo de la práctica artística nacional, promoviese actividades culturales para ofrecer al conjunto de la sociedad española, se convirtiese en un foco de debates artísticos y culturales, y fuese un nuevo polo de convergencia de la creación internacional, incorporándose al circuito de los grandes centros artísticos existentes en el mundo y programando con ellos actividades conjuntas; un planteamiento, en definitiva, que se sumaba al modelo de las Kunsthalle. En 1990, el establecimiento se constituye como Museo Nacional.

El Reina Sofía ha cumplido una impagable tarea, llevada a cabo sobre todo en los años de gestión de María Corral, consistente en actualizar los deficientes conocimientos artísticos de la sociedad española, con una clara orientación transcultural, dando a conocer una gran variedad de corrientes internacionales y de personalidades de prestigio tanto de la vanguardia clásica como de la segunda mitad del siglo, realizando interesantes revisiones del arte español, mostrando a los artistas más jóvenes o haciendo propuestas muy arriesgadas, como la contravertida Cocido y crudo, sin renunciar al más alto nivel de rigor y calidad y sin eludir ninguna de las posibilidades que se ofrecen a los más veteranos museos extranjeros, como lo prueba el encargo de exposiciones a figuras de primer orden, como Szeeman, Rudi Fuchs, Gloria Moure, Sonnabend o Dan Cameron.

Tras la puesta en marcha del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, se sucedieron nuevas fundaciones públicas, como el IVAM, de Valencia, impulsado por el gobierno regional, sobre los fondos de Julio González, la Fundación Tápies, a partir de la donación del artista.

Muchos de ellos comparten el rasgo común de haber concedido una importancia prioritaria, casi de naturaleza simbólica, al hecho de haber confiado la construcción a arquitectos cuyo prestigio reconocido garantiza la obra a hacer, de acuerdo con una práctica internacional, según la cual espectáculo museal empieza en la arquitectura. Y es que, tras el periodo moderno en que el envoltorio edificatorio se volvió silencioso y neutral, el envoltorio, aunque de una manera distinta al pasado decimonónico, recupera la elocuencia de que había hecho gala en el siglo pasado. Oscilando entre el rigor minimalista y la fuerte expresividad icónica, raro es el edificio de nueva planta en el que la arquitectura no sea un testimonio por sí misma, lo que, por cierto, ha dado lugar a una dialéctica entre arquitectos y museólogos, en la que los primeros defienden el carácter creativo de su obra y los segundos la necesidad de que ésta se subordine a las necesidades impuestas por el contenido, controversia interesante desde el punto de vista doctrinal, aunque a veces no esconde sino una rigidez corporativa que bloquea la necesaria adaptación a las circunstancias dadas. Cabe destacar, la obra de Richard Meier para el MACBA, de Barcelona, un proyecto de 1987, la Fundación Pilar y Joan Miró, que Rafael Moneo construyó en Palma de Mallorca (1987-1992), o el edificio de Alvaro Siza para el Centro Gallego de Arte Contemporáneo (1993), en Santiago de Compostela.

En algunos de estos casos, el encargo arquitectónico es la primera pieza de una estrategia de amplio alcance de las ciudades de tipo medio que deciden la promoción de su modernización urbana a través de un emblema cultural prototípico como es el museo, como han hecho Frankfort, Glasgow o Rotterdam. En España, el caso más representativo es el de Bilbao: la ciudad vasca, a través del gobierno autónomo, con aspiraciones a convertirse en la capital de un eje atlántico que vincula un arco de regiones, desde Galicia a Bretaña, ha emprendido un ambiciosa empresa urbanística en torno a la ría, con un presupuesto inicial de cien billones de pesetas, donde destaca la descomunal arquitectura de Frank Gehry para una filial del Guggenheim Museum, pagado en su mayor parte por los patrocinadores españoles y alquilado a la fundación para exponer obras de la colección americana. Finalmente, en la última década, han florecido todo un conjunto de museos y centros de arte contemporáneo locales, de tutela municipal o provincial, más o menos acertados, y mejor o peor dotados, pero todos con una decidida vocación de modernidad,: MARCO, en Vigo, ARTIUM, en Vitoria o el Museo Patio Herreriano en Valladolid.


En otro plano de análisis no se puede concluir este balance general sin mencionar los cambios habidos en la concepciones museísticas, empezando por la renovación de los lenguajes expositivos, de acuerdo con las tendencias internacionales imperantes. Las condiciones de exposición de la obra han pasado a ocupar un papel como nunca antes habían tenido, y temas como la atención creciente a la arquitectura, la iluminación o a las cualidades del espacio mismo, son signos de hasta qué punto las condiciones de recepción de la obra, las cuestiones relativas a la presentación y el orden otorgados a la exposición, se han convertido en el centro de debates teóricos, técnicos y estéticos que han ido configurando todo un corpus dogmático y crítico de ideas, propuestas y recetas, de valoraciones de expertos y profesionales, de problemas sometidos a la discusión y la discrepancia.

 

8. Además, el museo ha debido amoldarse al espíritu de los nuevos tiempos, a las nuevas ideas y de los nuevos discursos disciplinares dominantes en las ciencias humanas, dando lugar a la formulación de un replanteamiento de sus contenidos, al renunciar al viejo enclaustramiento que le separaba en especialidades —arte clásico o arte contemporáneo, antropología o ciencia, pintura o antigüedades—, olvidando sus prevenciones contra el contagio disciplinar y inventando una «museología de la contaminación», que ha amparado experimentos hermenéuticos.

Algunas colecciones clásicas, así el Museo de Bellas Artes de Bilbao, han abandonado el historicismo lineal del museo tradicional, y su afán por encadenar una sucesión ordenada de estilos —el renacimiento, el manierismo, el barroco; o bien: el cubismo, la abstracción, los surrealistas— . A cambio, se ha impuesto una «epistemología de la descontextualización», que favorece las interpretaciones cruzadas, los paralelismos espaciales —que tan excelentes resultados ha dado en la serie de grandes muestras del Centro Pompidou, París-Berlín o París-Moscú— . Esta propuesta ampara posibilidades nunca antes contempladas, como una colección de arte primitivo de las Cícladas en el Reina Sofía, la obra reciente de un pintor vivo, como Miquel Barceló en el Museo del Prado. A veces estas operaciones han ido acompañadas de tormentosas polémicas, como la que se produjo con motivo de una muestra sobre motocicletas en el Guggenheim, mientras que la realizada sobre un célebre modisto español en el Museo Reina Sofía era aceptada sin rechistar. Más interesante, por la densidad teórica que supone, es el caso de las exposiciones «temáticas», que renuncian al hilo conductor de la cronología, como, la célebre Suiza Visionaria, exposición temporal  en la que la mezcla de autores, escuelas y épocas esta sometida a una lógica interna no dogmática, que permite a la obra conservar su espacio de libertad sin obligarla a ilustrar nada, forzando al espectador a una «interactividad», que sin necesidad de manipulaciones ni aparatos, dispara su imaginación.

 

9. Asimismo se ha verificado en las dos últimas décadas, un movimiento general en defensa del museo como ámbito privilegiado de la memoria. No sólo en el sentido literal —puesto que todo museo es un ámbito de conocimiento del pasado y la historia humanas, de conservación de nuestro patrimonio inmediato o de civilizaciones desaparecidas—, sino, sobre todo, en su dimensión simbólica. Pues se ha venido a imponer la necesidad de hacer del museo el depósito de un discurso moral sobre la memoria colectiva, entendida, no como una reliquia inmóvil o una tierra de nadie, sino como el eje de un debate sobre la identidad y la alteridad, como un lugar social de orientación histórica y afectiva, más sensible por cuanto en nuestro país se está empezando a imponerse una nueva realidad humana, derivada de la irrupción, en el corazón mismo de la civilización blanca, de poblaciones y culturas procedentes de otros continentes con los consiguientes movimientos migratorios —americanos del Sur,  europeos del Este, magrebíes de África—. Estas gentes extrañas irrumpen en las ciudades españolas con sus visiones del mundo otras, con sus lenguas y sus costumbres remotas e incomprensibles, quebrando el monopolio europeo en la interpretación de la historia y llamando a abandonar la ejemplaridad del modelo occidental. Los excluidos, los desplazados, los mudos, los que nunca habían hecho historia, toman la palabra imponiendo «otros» modos de valor, otros cánones estéticos, otras formas de verdad, que sacuden al viejo Occidente por las solapas, haciéndole consciente de su naturaleza mortal y relativa. Su presencia cultural ha impuesto la necesidad de reescribir nuestros propios orígenes históricos, y someter a revisión una identidad nacional asociada a un pasado patrimonial amplio y complejo, no exento de excesos y engrandecimientos falsificadores acerca de la pureza de las raíces nacionales. La carga emocional de muchas reclamaciones de devolución de tesoros patrimoniales, revisados en estos últimos años, confirma las tensiones en torno a este asunto y, en cualquier caso, actualizan esa idea del museo como almendra de la identidad colectiva de una nación.

 

10. El último de los asuntos que en este momento ocupa los debates es la ruptura de la frontera sagrada entre el museo y el negocio y las tensiones que supone la prioridad dada a una buena gestión financiera por encima de la preservación de la integridad de la colección o de los criterios puramente artísticos. La penetración de las teorías económicas en los sectores no comerciales y en el mundo de la cultura ha convertido al dinero en un factor que nunca había tenido la relevancia y el poder decisivo del presente. El crecimiento y la modernización de los museos, el auge del turismo cultural, el encarecimiento de los servicios de todo tipo y las dificultades para financiarlos, la necesidad de conocer al público y de conquistar al no-público son diversos factores que han obligado a los museos a cambiar su mentalidad para poder sobrevivir. Así se está imponiendo en los últimos quince años una óptica economicista, que aplica el concepto de marketing, proveniente del mundo de la empresa, a la organización y gestión del museo. En esta obsesión por la rentabilidad, muchos museos calculan su valor según la cantidad de personas que los visitan. Así, por ejemplo, la organización de una exposición temporal es un hecho de tal complejidad, genera tantas expectativas, intervienen tantos especialistas distintos y requiere tanto tiempo de preparación que hace imprescindible un soporte financiero sólido.

Entre los cambios inducidos por esa mentalidad economicista hay que reseñar la comleja formación que se requiere de la figura del director de museo, en torno al cual se ha producido un debate sobre el perfil requerido para una tarea eficaz, y la necesidad de aportar una dimensión de gestión administrativa —marketing, promoción, búsqueda de recursos— a la función tradicional del director conservador. Es aquí, en el terreno de la formación de un cuerpo competente de profesionales del museo, donde las carencias se siguen haciendo notar de manera muy sensible.

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En cualquier caso, y a modo de conclusión, creemos que sigue teniendo vigencia el balance que hacíamos hace unos años, en el que defendíamos el mérito de lo sucedido en los últimos veinte años en la museística española, que, «aún con titubeos, errores y pasos atrás, ha saldado dignamente la deuda secular que los poderes públicos mantenían con nuestro patrimonio artístico y cultural, uno de nuestros bienes más preciados e irrenunciables, aún con mayor razón en momentos de fragilidad de nuestra identidad colectiva, como es este fin de siglo. Esto no significa olvidar la pobreza artística de algunas colecciones incompletas y discontinuas, ni tampoco excusar una política oficial caracterizada, en tantas ocasiones, por una desdichada improvisación, por la tentación nacionalista, por el mero gusto de figurar de algún dirigente político, ni por la superficialidad que tanto pesa en nuestra tradición cultural, o por la incultura de no pocos de sus responsables o de la misma opinión pública. Todo lo cual no deja de ser, al fin y al cabo, una expresión de la nuestra realidad cultural española, forjada durante siglos a base de proyectos inacabados, desidias oficiales, horas de esplendor y entusiasmos huérfanos».


tradução para português

 

María Bolaños es profesora en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid.

Muito proximamente, outro texto de Maria Bolaños oferece um retrospecto diverso da trajetória dos museus: Desorden, Diseminación y Dudas. El Discurso Expositivo del Museo en Las Últimas Décadas. Mas nem todas as questões colocadas por estes textos se restringem ao século passado, como vemos em O museu no século XXI ou o museu do Século XXI?, por Durval de Lara Filho.